No sé si es por mis filias espirituales o por mi renuncia javierada a servir a cualquier señor efímero, pero tiendo a relativizar todo poder terrenal por majestuoso que parezca. Desde mi punto de vista, la influencia y el poder no son más que atribuciones adicionales que se le encargan a personajes determinados durante un periodo de tiempo. Mi suegro, cuando habla de dirigentes políticos siempre acostumbra a añadir el condicionante temporal que hace perecedero todo intento de permanencia en el poder, "pasarán", suele decir con un sibilino paternalismo. En palabras de Timothy Garton Ash, "cuando conoces a líderes políticos te das cuenta de que hay poca gente importante, y los que son relevantes, lo son menos de lo que ellos piensan". Quizá nuestra forma de interactuar o de referirnos a los políticos cambiaría si evolucionara nuestra percepción sobre ellos, dejáramos de tenerlos en un pedestal, en la torre de marfil del poder que les aleja de la falibilidad.
Esa importancia y esa influencia que les atribuimos les dota de un poder omnipotente, les hace creerse acreedores de las llaves de la maquinaria, de los engranajes que todo lo mueven; se olvidan temporalmente de que no son más que un eslabón de en un sofisticado sistema de poder. No sé dónde leí, que los que mandan de verdad no se sabe ni su nombre, ni su cara, ni el lugar que ocupan en el tablero del maquiavélico juego. Esa relevancia con la que hemos dopado a nuestros dirigentes les ha convertido en unos vigoréxicos obsesionados con acumular cada vez más hilos que tejer con los que manejar la realidad. Han secuestrado a los jueces, no dejan de manchar la reputación del poder judicial con sus anhelos de arrinconar al tercer estamento del estado. Han conseguido que ya no nos fiemos ni del criterio ni del olfato ecuánime de la invidente justicia a la que han manipulado pretendiendo que vea las causas que enjuicia con colores políticos. Han inoculado en nosotros tanto el gen de la polarización con el que controlan nuestros sentimientos que han conseguido que hasta ver un programa de televisión u otro sea motivo de disputa política. Desde bambalinas, cubiertos en la trinchera infinita de sus cuarteles generales, intentan amortiguar el impacto del tribalismo, sin embargo, les encanta que nos enfrentemos por ellos, están celosos de que nos despechemos dando una potestad a los políticos que no tienen.
Ahora les ha tocado a las empresas. Tras la vuelta del banco Sabadell a Cataluña han sido muchos los que han visto una especie de mano negra, un hilo conductor que desde Moncloa ha tirado con fuerza para que la compañía hiciera las maletas abandonando nuestra tierra para volver cual hijo pródigo a su antigua casa. El otro día en una tertulia, una de las presentes dijo que no era más que un movimiento de Pedro Sánchez para salvar al soldado Illa -todavía sigo pensando de qué necesita que le salven-. Tras el caciquil desplante del gobierno con Telefónica gracias a que el ejecutivo es el mayor accionista tras la amenazante embestida saudí, ahora parece que todas las compañías son de Sánchez. Estados Unidos está cuasi gobernado por Musk, nosotros tenemos a Pedro. Me hace mucha gracia cuando se le echa la culpa a un político o se le da una responsabilidad que no tiene. En este revisionismo histórico que va desde la simple memoria histórica a los cuentos infantiles, van a cambiar los protagonistas de caperucita y de Bambi y seguro que el cazador era un político y el lobo también; lo de que la política es un mundo de corderos lleno de lobos es cierto.