VALENCIA. Están ahí: en todas partes. Son hijas de la aversión al silencio de nuestra ruidosa sociedad. El silencio genera incomodidad, miedo, rechazo. Es necesario anularlo por todos los medios, con lo que sea: con cháchara intrascendente, con verborrea, con silbidos, tarareando, con la radio, con listas de descubrimientos semanales, de estados de ánimo o confeccionadas por nosotros mismos. No podemos permitirnos ni un minuto de respiro: podríamos tener que pensar demasiado. En el coche, en una sala de espera, para estudiar, para trabajar, al hacer la compra, tomando algo en un bar. Vayamos a donde vayamos, nos las encontraremos. El caso de los supermercados es especialmente doloroso: alguien ha decidido que queremos escuchar las melodías más burdas mientras recorremos los lineales tirando de un carro en busca de unos cuantos productos de primera necesidad a precio de oro por culpa de la inflación. Es obvio que no van en sintonía con las acciones que llevamos a cabo en una tienda así ni con las emociones que esto suscita, pero da igual. Ni siquiera podríamos asegurar que a la mayoría de la gente le moleste la cacofonía. Los oídos y mente de muchos se han embrutecido de tal manera que o no reparan en las aberraciones que emanan de los altavoces, o incluso les parece normal la costumbre de ser maltratados con sonidos desagradables e innecesarios. Esta es una idea clave: no es necesario. No hace falta rellenar hasta el más mínimo resquicio del día a día con música, y mucho menos con canciones producidas en serie para ser consumidas y olvidadas rápidamente y que así la rueda de novedades siga girando. Lo que está sucediendo con la música es lo mismo que está sucediendo con la literatura: es lo mismo que está sucediendo con todo. El apetito hipervoraz que se nos ha inculcado requiere un flujo continuo de materia cultural que tragar, y claro, no hay genio capaz de producir crear obras memorables a ese ritmo, por lo que lo que acabamos ingiriendo es bazofia de la peor. Y nos parece bien. No solo eso: nos parece bueno.
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