VALÈNCIA. Hubo un tiempo en el que hablar de smart cities se puso de moda. Gracias al uso de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC), bastaba con regarlo todo de sensores, procesar la ingente cantidad de datos que vertían y, según la interpretación, tomar decisiones inteligentes sobre la marcha. Los semáforos se adaptarían entonces a la densidad del tráfico; el alumbrado público se activaría conforme a las necesidades del entorno; las alarmas saltarían cuando hubiésemos sobrepasado los niveles de contaminación de la calidad del aire… Nada de eso es soñado. La tecnología actual permite esto y mucho más, pero la dificultad está en la gestión, la escala y, tal vez, en las necesidades reales de la ciudadanía.
El 56% de la población mundial vive en ciudades, según el Banco Mundial, y la tendencia va en aumento. Para 2050 se espera que la población urbana crezca más del doble y que siete de cada diez personas vivan en urbes. A todos ellos habrá que preguntar y satisfacer conforme a lo dispuesto en el punto número 11 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la ONU en la agenda 2030, que dice literalmente: «Lograr que las ciudades y los asentamientos humanos sean inclusivos, seguros, resilientes y sostenibles».
No podemos esperar que la tecnología, por mucho algoritmo que apliquemos, satisfaga estas necesidades. Su gestión precisa de la intervención humana, de una estrecha colaboración de iniciativas público-privadas, de un cambio de mentalidad y, también, de un nuevo planteamiento urbanístico.
Barrio a barrio
Derribar todo para reconstruirlo desde un nuevo prisma resulta imposible. Lo que sí podemos hacer, como observa el arquitecto Pablo Medina de Fiori, es cambiar el paradigma en la regulación de los barrios nacientes, dentro de la expansión territorial de las grandes ciudades.