VALÈNCIA.- Noviembre de 1936. Ante el acoso de la fuerzas franquistas sobre Madrid, el comunista Francisco Largo Caballero, que ocupa desde hace apenas un mes la jefatura del Gobierno de una República que preside Manuel Azaña, decide trasladar el gobierno a una zona más segura: València. Tras los ministros, llegaron las embajadas. La decisión tuvo una curiosa consecuencia para El Perelló, que se convirtió en el lugar de acogida de algunos equipos consulares.
Para entender el papel que jugó El Perelló en esta época hay que trasladarse unos años atrás. El pueblo era muy pequeño y sus habitantes se dedicaban básicamente a la agricultura y a la pesca. Sin embargo, era un lugar vacacional para familias burguesas de València y Sueca. Algunas de las lujosas casas de estas familias todavía se conservan hoy: como la casa Blanca, la casa Sancho o la casa de la familia Lliberós. Entre ellas había una que destacaba, el chalet del maestro Serrano, una auténtica joya arquitectónica pegada al mar. Si muchos miembros del Gobierno habían elegido la lujosa Náquera como residencia, no es de extrañar que los embajadores y sus séquitos optaran por un lugar igualmente distinguido mientras trabajaban en València.
En aquellos días, la playa de El Perelló estaba repleta de dunas. Durante los meses de invierno era un lugar más tranquilo, su población no llegaba a los quinientos habitantes y en verano aumentaba un poco. Las calles eran de barro y la diferencia entre las casas de la gente adinerada y las barracas de los oriundos era enorme. Pero la localidad era una joyita muy deseada por sus veraneantes, pues ahí tenían espacio para disfrutar de toda la tranquilidad de la que carecían en la capital. Por eso, ya a finales del siglo XIX y principios del XX, hubo intentos de convertir El Perelló en una especie de Mónaco o Biarritz. A pesar de que con el tiempo no se convirtió en un lugar tan exclusivo, el pueblo sí que conservó toda su solera.