VALÈNCIA. Juan Amela llega sudando al observatorio meteorológico que hay a los pies del castillo de Morella. Estamos a mediados de diciembre pero el termómetro marca 10,3 grados a media mañana. La nieve no está ni se la espera y Juan, que lo tiene todo registrado y anotado, informa de que, en todo 2022, solo ha nevado un día. «Y fueron cinco minutos. Vimos la nieve y ya no la vimos», cuenta este hombre de sesenta y un años, mientras recupera el resuello de la subida por la ladera hasta estas dos estaciones que ya son una rareza en la Comunitat Valenciana. Lo excepcional está en que son manuales y no automáticas como la mayoría de las que hay desperdigadas por toda la región. Esta, además, es centenaria. Y, el orgullo de Juan.
Las dos estaciones son como un cubo hecho con láminas de madera sobre una estaca de un metro y medio de altura. Dentro hay un par de termómetros, una probeta para medir las precipitaciones y un aparato, similar a los sismógrafos, que registra la temperatura y la humedad de una semana y que se llama termohigrógrafo. Lo curioso de este aparato es que utiliza un pelo rubio de mujer para medir la humedad —se dilata o se contrae en función de cómo se altera la humedad—. Al lado hay un pluviómetro y un pluviógrafo.
El observatorio es centenario, gracias a que lo pusieron en marcha los escolapios en 1916. Pero las garitas, que es como se llaman las cajas que resguardan los aparatos, son mucho más recientes: de 1990 y 2010. La estación está vallada. Justo al lado está la iglesia de Santa María la Mayor, y durante un tiempo los mozos del pueblo se entretenían disparando piedras contra el rosetón, así que lo cercaron todo para ponerlo a salvo.