VALÈNCIA.-La prehistoria de las series —es decir, cuando las series no eran más que televisión y todavía no podían considerarse como una suerte de novela audiovisual o de cine preparado en porciones— da mucho juego. Héroes, estereotipos, alegatos de toda índole. En esta sección llevamos revisados unos cuantos casos, pero ninguno ha podido superar el efecto lacrimógeno de La casa de la pradera. Su episodio piloto se estrenó en la primera cadena de TVE en la programación de noche dominical, pero los siguientes capítulos pasaron a ocupar las sobremesas del mismo día.
La serie llegó unos meses antes de que muriera el dictador Franco y pasó a formar parte de un menú familiar que empezaba a replantearse sus ingredientes habituales. Se puede decir que con La casa de la pradera se cerraba una etapa, o al menos esa lectura podríamos darle en España, donde asistimos a sus enseñanzas éticas a la vez que recuperábamos la libertad.
Y no pudo haber una pieza más extraña en la cultura popular de esos momentos que aquella familia habitante de la mentada casa campestre, los Ingalls, que se debatía entre la beatitud y la osadía. Todavía hoy cuesta trabajo discernir si bajo aquella carga de moralina había algún brote contestatario, algún atisbo de pequeña revolución que no consistiera en poner la otra mejilla. No era fácil percibirlo entonces y puede que ahora tampoco lo sea. Las lágrimas no dejaban ver mucho más.