El barullo, los codazos y ese aroma almizclado de aceite, ajo y frituras de las buenas. Las comandas cantadas a voz en grito en el críptico dialecto de los camareros de raza. Es el viejo mundo de la tasca; una especie en vías de extinción que deberíamos proteger con uñas y dientes (si no queremos despertarnos un día en un mundo dominado sin remedio por la asepsia del diseño y los emplatados “cucos”). No podemos permitir que eso ocurra.
Desgraciadamente, en Valencia no vamos precisamente sobrados de tabernas con solera. Nuestro repertorio es mucho más escueto que el de otras ciudades como Madrid o Barcelona, aunque tenemos grandes “supervivientes” como La Pilareta, en El Carmen; El Albero, en la zona de Cánovas; Casa Montaña, en El Cabanyal, o Casa Jomi, en Nazaret. Todos se merecen un monumento, aunque mi preferido es Tasca Ángel. ¿A quién no le han robado el corazón esos soberbios lomos de sardinas sin espinas?
La fórmula esencial de este veterano bar valenciano es simple: una plancha y una salsa a base de ajo, perejil y aceite de oliva. Ese es el común denominador de su ya célebre carta de tapas, en la que encontramos varios imprescindibles: el ajoarriero, la sepia bruta de playa (es decir, en su tinta), el all i pebre, los callos, los riñoncitos, los caracoles o los exquisitos montaditos de anchoa (que a mí me gustan tanto o más que los de Casa Guillermo). También hay que citar la lleterola (mollejas de cordero de grasa muy fina); junto al Bar Sena, quizás sean ellos los que mejor manejan esta receta ahora mismo en Valencia. Cuestión aparte es la bodega. Más vale que te guste el Barbadillo o el Marqués de Cáceres, porque ésa es la oferta de blancos y tintos a la que estás limitado.