Que tras el desembarco de Paolo Casagrandre (Lasarte, 3 estrellas Michelin) en la dirección gastronómica y Giacomo Giannotti (Paradiso, nº3 World’s Best Bars) en la dirección líquida de su coctelería estaba destinado a brillar en la constelación Michelin era tan evidente que solo un necio sería incapaz de verlo. Pero a veces, ya se sabe, como decía Amélie: “cuando un dedo apunta al cielo, el necio mira al dedo”. Precisamente esa bóveda celeste es el que cobija Orobianco, como si de la canción de Mina tratase, puesto que la propuesta de Andrea Drago es, literalmente, “il cielo en una stanza”.
Si en Ravello tienen la Villa Cimbrone y su terraza al infinito, en Calp tenemos la de Orobianco. Una terraza a la altura de la belleza que se presenta, imponente, tras el serpenteo de una carretera secundaria rodeada de villas, el aroma de los pinos, el sol frío de invierno y la brisa marina. Esa instantánea epatante, ese síndrome de Stendhal, se da cuando la luz del ocaso baña el Mediterráneo y al voltear la mirada, descubres el Peñón de Ifach tras la última curva de la ascensión. Un peñón que permanece inmóvil, eterno e inmenso como testigo del paso del tiempo. Ese tiempo, que parece detenerse en la terraza de Orobianco. Una terraza que mira al horizonte y que emana un encanto único.
Pero la belleza de una terraza no sería digna per se (o sí, como dirán los estetas) de magnificar un restaurante, ya que la distinción de la guía francesa exige una cocina de gran fineza que compense el viaje. Y, aquí sí, estamos hablando con rotundidad de una cocina que no admite discusión. El trabajo de Andrea es sólido y fino. Elegante y diestro. Técnico y, sobre todo, pasional. Evidente, no en vano Andrea era el segundo de cocina, tras Paolo Casagrande, en Lasarte, restaurante que conoce desde hace 10 años. Pero su propuesta, lejos de replicar al triestrellado barcelonés, es propia e inspirada en el entorno mediterráneo que divisa.