VALÈNCIA.- El reloj de la parroquia de San Miguel Arcángel marca las diez de la mañana y en la calle Mayor los comerciantes terminan de instalar los últimos puestos del mercadillo de los martes. Justo a tiempo para quienes salen del supermercado y, cargados con la bolsa de la compra, conversan amigablemente mirando los artículos. De lejos, se escucha la risa de unos niños y el barrer de una señora que limpia las hojas de la calle, quizá venidas de esas montañas que enclavan a la localidad de Barx, a pocos kilómetros de Gandia. Un pueblo que no se ubicaría en el mapa de no ser porque Ricard Camarena nació y se crio aquí.
Una quietud que se rompe cuando el chef baja del coche y, ante la sorpresa de verle en un día de diario, muchos le saludan. Llega tarde y con el estrés de València pero en cuestión de segundos se sume a la calma de Barx. Está en casa, y se nota. Un saludo exprés y entra al supermercado Ivars para buscar a su hermano Guillermo, hoy al frente del negocio familiar. En su juventud, Ricard echó una mano a sus padres los fines de semana y algún verano —o como él dice «más bien incordié»— y recuerda que era habitual comer en la trastienda para atender a la clientela que pudiera llegar. Mucho antes, de bien pequeño, se marchaba al alba con su abuelo a comprar al mercado de abastos de Gandia, en la plaza del Prado. Como ahora, las verduras no podían faltar en la mesa.
Ricard vivía en el carrer de la Creu de Barx y durante muchos años amenizó al pueblo con las melodías que salían desde su ventana. No sonaba como Nini Maynard Ferguson o Conte Candoli pero tocaba como trompetista en diferentes bandas de música y charangas, con las que se recorrió media Comunitat Valenciana. Se ganó la vida como picapedrero, haciendo revestimientos de casas de piedra a la antigua usanza, con maza y martillo. Ganaba bastante dinero pero no era feliz, así que decidió cambiar la pala por recetas y las composiciones musicales por gastronómicas. Tanto que su trompeta acumula polvo desde hace más de diez años.
No tenía familia en el sector, algo que Ricard agradece porque «sufres una parte del oficio que no siempre es la más agradecida, que es la de las ausencias». De hecho, hubiese sido un freno para decidirse por este mundillo. Solo hace falta verle en el huerto con su padre, Ricardo, para apreciar el vínculo que tienen. En una alegre conversación, Ricard prueba un pepinillo todavía en flor y, en la casa del patriarca, le coge un poco de hierbabuena para una nueva receta que tiene en mente. Su mente siempre está activa.