VALÈNCIA. Castellar está en la periferia del desastre. La pedanía recibió el baño que manó de esa cicatriz, el barranco del Poyo lo llaman, que ha quedado para siempre en el rostro de la provincia de Valencia. En Castellar también pasaron susto, también estuvieron en vela, también perdieron coches, también barrieron lodo y también sacaron muebles podridos a la puerta de casa. Eso sí, no hubo misa de difuntos, aunque algunas familias se apresuraron a colgar del balcón la imagen de Nuestra Señora del Lepanto. Es un pueblo que ya está en pie. Su colegio, el CEIP Castellar, fue el primero de todos los municipios afectados que abrió sus puertas. Lo hizo el primer día posible, el martes 5 de noviembre, como los de València, como los de los pueblos que se libraron del torrente de agua. Ahí está Pinedo, que se salvó porque el agua se desvió hacia La Albufera, cuando era la siguiente ficha de ese efecto dominó que empezó en las tierras altas y bajó por el dichoso barranco.
La vida va reanudándose en esta franja del territorio y, por la carretera que une Castellar con Pinedo, pasando por El Tremolar —otro de los grandes olvidados—, se cruzan los tractores y los jóvenes con las botas sucias con la gente que pasea al perro o va a trabajar. Estos días se ven cosas raras. Un hombre circula con su escúter por la carretera y con el brazo sujeta una senyera que ondea al viento. Al final, en el CEIP Pinedo, las madres, sobre todo, y los padres van llegando a cuentagotas con los niños cogidos de la mano. Los monumentales atascos que soporta todo aquel que sale a unas carreteras totalmente colapsadas hacen que los primeros días muchos lleguen tarde al colegio.
Después de dejar a los hijos en clase, los padres se reúnen en un corrillo para compartir sus penas. Hablan de los muertos que aparecen en los campos, de la gente que salvó el pellejo de milagro, de la desgracia que se ha extendido por toda la contornà. «Los niños se enteran de todo. Más que nada porque se asoman a la ventana y ven el barro; bajan a la calle y ven el barro. No preguntan mucho. Son todo inocencia. El otro día, Mateo me dijo que estaba muy contento, porque estaba lloviendo, y así los muebles se iban a limpiar, y, cuando se secaran, los iban a poder volver a guardar. Hoy, están felices de volver a ver a sus amigos, a su profe, creo que hay un cumpleaños…», cuenta una madre a la puerta de este colegio rodeado de playas, dunas y campos de arroz.