Reportajes

artesanía

Los últimos abanicos de nácar de Europa

  • FOTO: KIKE TABERNER
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VALÈNCIA. Ángel Blay tiene sesenta y seis años, las manos gruesas y una cultura vasta pero no avasalladora. Su vida, al borde de la jubilación, la ha desgajado entre tres oficios: abaniquero, mago y músico. Y entre los artesanos del abanico es el último de los últimos que trabaja con el nácar. «No queda otro en toda Europa», advierte con una mezcla de nostalgia y orgullo. Blay tiene el taller en Aldaia, el último reducto de esta profesión que llegó a España, y en concreto a Valencia, después de la guerra de la Independencia española (1808-1814) . «Fernando VII, como castigo a los franceses por las guerras napoleónicas, decide subir los aranceles. El abanico se fabricaba en París y en una región que hay al norte de París, donde estaban los artesanos que trabajaban las maderas nobles. España era su principal mercado y, cuando merman los pedidos, deciden venirse a fabricar a España y aquí descubren que Valencia es el sitio ideal: tiene artistas que trabajan otro tipo de abanicos rígidos, está bien comunicada y tiene buenas materias primas. Los abanicos son un éxito, hacen la competencia a París y se hacen los dueños de este mercado. La producción se amplía tanto que los pueblos de l’Horta Sud empiezan a fabricar también. Ahora Aldaia es el último reducto de toda Europa y ya quedamos muy pocas familias».

Este artesano trabaja en una planta baja sin salida directa a la calle. Ángel Blay y sus hermanos, Paco y Javi, están en un piso con poca luz y muchos trastos que casi parece clandestino. Aunque no lo es; llevan allí toda la vida. Los Blay se reparten las diferentes ramas de la fabricación de abanicos. Paco, el mayor, se dedica a la restauración de abanicos históricos; Javi, el pequeño, se encarga del país, el semicírculo, generalmente de tela, que va unido a las varillas y que corona los abanicos, y Ángel le pega al nácar, ya una rareza en este mercado.

En aquel piso no se habla de la jubilación, aunque Ángel lleva unos meses con fuertes dolores en las manos por culpa de la artritis. Pero él no piensa rendirse. Quizá porque no tienen sucesión. Ninguno de sus hijos ni sobrinos quiere dedicarse a los abanicos. Así que la única opción para que no se pierda todo este conocimiento sería crear una escuela de artesanía. «Pero los políticos solo nos quieren para hacerse la foto; luego se olvidan rápidamente de nosotros y de un oficio que van a dejar perder».

Los Blay son el tercer eslabón de una estirpe de abaniqueros. El primero de todos fue el abuelo Isidoro. «Él empezó a principios del siglo XX y, luego, se lo pasó a sus cinco hijos y todos se dedicaron a esto, algunos tan destacados como José Blay, que fue un gran fabricante de abanicos y aún sigue la firma. Nuestro padre, Paco Blay, estuvo trabajando en el abanico tradicional, pero era un hombre muy bohemio que llegó a ser torero, pintor, promotor de espectáculos… Y viajaba mucho a París. Compraba abanicos antiguos, los restauraba y los vendía aquí en España. Y aprendiendo a restaurarlos conoció a los últimos tabletiers que quedaban en Oise y allí aprendió el oficio del varillaje con nácar. Lo trajo, hizo el primer taller de abanicos de nácar de España y nos transmitió todos sus conocimientos a sus cuatro hijos. Los tres varones nos dedicamos a esto y mi hermana, Lola, a otra cosa».

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