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Valencia bajo el barro 

  • Desde el 29 de octubre las poblaciones viven enfangadas. Foto: ALFONS RODRÍGUEZ

VALÈNCIA. Una familia saca de su casa muebles, libros, fotos y todo tipo de objetos deshechos por el agua y el barro. Hay dolor en sus rostros y algún titubeo, pero no dejan que las emociones les detengan y siguen ampliando esa hilera de montones de recuerdos que otras familias comenzaron a levantar antes. Un hombre limpia su bicicleta en un intento por salvarla. En la calzada, una cuadrilla empuja coordinada los haraganes para mover el agua hacia la alcantarilla, mientras otra retira el barro de una casa con cubos y carretas. Sus ropas se han teñido de color marrón. Ensuciarse es lo de menos. La mayoría calza botas de agua, aunque hay quien no tiene y, en su lugar, lleva atadas bolsas de plástico en los gemelos. Un grupo de mujeres conversa en medio de ese caos. Acaban de reencontrarse. Hablan de la Dana. No hay otro tema. Tampoco otra pregunta: «¿Estáis todos bien?». Es la nueva realidad de agua y barro en la que se han instalado los vecinos de las localidades afectadas tras el temporal sin precedentes que ha azotado la Comunitat Valenciana. 

«Es horrible», «apocalíptico», repiten al mirar hacia su alrededor e intentar digerir lo que ocurrió aquella noche. Es imposible reconocer la fisonomía de las localidades: los barrancos desgarrados en sus laterales y repletos de enseres de a saber dónde; casas con sus muros caídos y sus habitaciones al descubierto, y calles bloqueadas por amasijos de vehículos que, en algunos puntos, se alzan hasta el segundo piso. En una calle de Sedaví, una mujer pide con cortesía un café caliente. Está atrapada por el cúmulo de coches arrastrados por un tsunami de agua y lodo, y lleva días comiendo cosas frías. «¿Y si hay alguien ahí con vida?», pregunta angustiado un joven que mira atónito la escena, convertida en la imagen de la destrucción del Dana. Alrededor nada mejora: el motor de la economía se ha parado. Las persianas de los negocios están abiertas, pero sus interiores, irreconocibles: muebles por el suelo, cristales rotos, estanterías vacías y desvalijadas y objetos que no deberían estar ahí, como una nevera en una peluquería. Nada está donde debería estar. Nada es como era antes de ese 29 de octubre. 

Aquel último martes de octubre cambió el curso de sus vidas. Las fuertes tormentas durante la mañana y la tarde de aquel día hicieron que el barranco del Poyo aumentara progresivamente su caudal, que tiene una superficie de 462 kilómetros cuadrados y desemboca en el Mediterráneo por la Albufera. «Llovía bastante y el barranco iba cargado de agua, como otras veces», comenta Paco de la Fuente, vecino de Chiva. Siguió con su rutina. Por la tarde, la crecida se concentró e intensificó, multiplicando por cien el caudal en apenas dos horas. Cinco veces superior al Ebro. Empezó todo. La fuerza del agua —alcanzó los 2.200 metros cúbicos por segundo— se convirtió en un tsunami que iba directo hacia los municipios que encontró a su paso, como Paiporta, Picanya, Sedaví, Alfafar, Massanassa, Benetússer, Aldaia o Catarroja. Lugares en los que no llovía, pero que acabaron arrasados por el desbordamiento del barranco del Poyo. «Esa tarde hacía viento, pero no llovía», explican muchos vecinos de la zona. De hecho, eso es lo que «nos confundió». 

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