Hace unos días, al salir en la calle de Colón de València por la puerta de la consulta del quiropráctico, estuve a punto de ser arrollada por una bicicleta que venía a toda velocidad por su carril, mientras mi semáforo estaba en verde. Mi columna vertebral recién ajustada se resintió de la finta que tuve que hacer para no ser atropellada, mientras el velocípedo y su conductor se perdían entre la multitud, sin darme tiempo ni a mentarle a sus antepasados cumplidamente. Ahora me entero por los medios de que una anciana ha muerto a causa de un percance parecido. A lo mejor he sido yo, pero no: aquí estoy, no sé por cuánto tiempo. Desde entonces, dicho carril y semáforo me ponen tan mosca que tardo el doble en cerciorarme de que puedo cruzar.
El tráfico valenciano del centro se está convirtiendo, por mor de las quimeras posmodernas del Ayuntamiento y de una idea errónea sobre la gran ciudad mediterránea, en un caos rico en cuellos de botella, amontonamiento de pasos de cebra redundantes, terrazas oceánicas que se extienden en amplitudes inverosímiles. Por cierto, atendidas por un personal escaso, estresado y que trabaja con contratos basura. Los ciclistas creen poder huir gracias a una misteriosa red de carriles invasivos, y a la versatilidad de sus máquinas esqueléticas, a las que se ha sumado un medio de desplazamiento para hipsters y pirados ridículo y peligroso: el patinete eléctrico, que puede circular por donde quiera. Entre unas cosas y otras, pasear o simplemente desplazarse a pie por el centro de València se está convirtiendo en un deporte de riesgo. No tardaremos en llevar casco, con normativa o sin ella, como medida de precaución.