José Luis Moreno parece, de entrada, un hombre arisco, pero luego se ablanda. Es curioso que el cliente llega a Casa Rosita, un templo del alquiler del disfraz y el traje de ceremonia en València, saluda y siempre, como si fuera algo estudiado, estratégico, no escucha una respuesta hasta pasados cinco o seis segundos. Y durante esos cinco o seis segundos, la persona que ha entrado en ese comercio duda de si ha hecho lo correcto, de si no será mejor salir por la puerta y buscar el frac o la ropa de payaso en otra parte. Pero justo en ese momento, José Luis levanta la cabeza, devuelve el saludo y abre de par en par un lugar donde almacena una oferta inconmensurable.
La tienda engaña. Aunque el espacio reservado para la atención al cliente es relativamente amplio, uno, viendo aquel atelier, no se puede imaginar que allí detrás, en la trastienda, pueda haber cientos y cientos de trajes de todo tipo. Porque José Luis nos conduce por una puerta y llegamos a un almacén gigantesco, una especie de laberinto donde cada habitación acaba estrechándose al final para dar paso a otra más. Y esta a otra más. Y llega un momento en el que no sabes si estás a veinte, treinta o cien metros de la entrada. Como si hubieras descendido por una mina y no tuvieras referencia de la profundidad a la que te encuentras.
El comerciante, de 57 años, ha tardado varias semanas en encontrar un hueco. Las últimas bodas, Halloween y un par de puentes le impedían encontrarlo. Así que, al fin, en un día horrendo, bajo una lluvia torrencial, llegamos a Casa Rosita, sacudimos los paraguas, entramos y saludamos. "Hola, buenos días". Pasan cinco segundos, seis, quizá siete, y José Luis no dice ni pío. Sigue con la mirada fija en una agenda que tiene abierta sobre la mesa. Como si fuéramos invisibles. Pero al final levanta la cabeza, cierra de golpe el libro y responde al saludo con cordialidad.