Quizás el episodio más canalla de la historia de Mestalla tuvo lugar a finales de la temporada 76-77, en el penúltimo partido contra el Zaragoza cuando el colegiado señaló un inexistente penalti en contra de los ches
La afición valencianista tiene una personalidad única, incomprendida por el resto de España. Pasan de la euforia al desánimo con una facilidad sorprendente, dependiendo del rendimiento del equipo. Son exigentes como pocos y muy generosos. Lo hemos visto estos días con la conquista de la octava Copa del Rey, que desató una euforia colectiva pocas veces vista. Pero esta misma afición puede salvar o hundir proyectos deportivos.
Mestalla tiene su insulto de marca para el árbitro inepto: "¡Burro!". Nada de insultos vulgares. Aquí, si un árbitro hace mal su trabajo, es un burro. Mestalla también ha tenido sus ídolos de grada, personajes icónicos como "La Loca", una señora mayor con un paraguas que increpaba a árbitros, contrarios y jugadores del Valencia desde su esquina en Gol Sur. O "El Gallo", un tipo con obsesiones onanistas inmortalizado por Rafa Lahuerta. Y, por supuesto, Manolo "el del Bombo", que aunque es aragonés, se convirtió en un símbolo valencianista.
Pero quizás el episodio más canalla de la historia de Mestalla tuvo lugar a finales de la temporada 76-77, en el penúltimo partido contra el Zaragoza. Después de un inicio arrollador, el Valencia llegó a ese tramo final con pocas opciones de clasificarse para la Copa de la UEFA. Ganaban 1-0 gracias a un penalti de Kempes hasta el minuto 85, cuando el árbitro señaló un penalti inexistente. La afición, furiosa por una temporada convulsa, invadió el campo para agredir al árbitro.
Esto suena a un partido de tercera división de un país subdesarrollado, pero era la España de la transición. Aquella temporada hubo varias invasiones de campo en primera división. Los 4 minutos restantes se jugaron a puerta cerrada en Madrid dos días después, y el Zaragoza convirtió el penalti, privando al Valencia de la clasificación para la Copa de la UEFA. La principal consecuencia de aquel asalto fue que, a partir de la siguiente temporada, todos los campos de la Liga de Fútbol Profesional fueron equipados con vallas que separaban a jugadores y árbitros del público, una medida que convirtió los partidos en algo parecido a peleas de gallos y que permaneció vigente más de 20 años en la liga española como símbolo de la vergüenza.