VALÈNCIA.- Siempre me llamó la atención que Chopin tuviera como última voluntad dejar su corazón en Varsovia y que sus restos fueran sepultados con un puñado de tierra polaca en el cementerio parisino de Père Lachaise. No soy romántica pero es como dejar tu alma en el lugar que amas y en cierta manera a mí también me gustaría dejar un pedacito de mí en la capital de Polonia. Y más cuando Varsovia parece que sea el patito feo del país. Lo pienso cuando mi pie pisa el aeropuerto de Modlin —en Varsovia hay dos aeropuertos— y busco la parada del autobús ModlinBus (el ticket son unos ocho euros), que llega pocos minutos después. El trayecto hasta el centro dura unos cuarenta minutos, así que aprovecho para leer un poco sobre la historia de la ciudad, más allá de la II Guerra Mundial.
En mi primer día tengo la intención de visitar la ciudad vieja pero un edificio, alto y robusto, que sobresale a pesar de los edificios modernistas que le rodean, llama mi atención. Incluso me recuerda un poco al Empire State de Nueva York. Es el palacio de la Cultura y la Ciencia, amado y odiado a partes iguales por ser un regalo de Stalin durante la época comunista —el 1 de febrero de 1945 se estableció la República Popular de Polonia, bajo el dominio de la Unión Soviética—. Ha sido tan criticado que incluso se planteó su demolición, pero hoy sigue en pie como un faro (con 44 pisos es el edificio más alto de la ciudad) y alberga varios teatros, museos, cafeterías… Tiene el mirador más famoso de la ciudad pero solo apto para personas pacientes porque suele haber mucha cola.
Las capas de la historia de Varsovia se sobreponen las unas con las otras de tal manera que con solo andar unos pasos regreso a la etapa oscura del holocausto. Lo hago con una estatua del escritor Janusz Korczak, quien rechazó salvar su vida para morir junto con los niños del orfanato en el campo de concentración de Treblinka. Pero es la sinagoga Nozyk la que me ubica en el espacio: estoy en el barrio judío, convertido en gueto durante la II Guerra Mundial y del que poco quedó tras el levantamiento de los judíos el 19 de abril de 1943.
Fue casi un mes de combate en el que los alemanes jamás pensaron encontrar una oposición tan fuerte. Pese a ello, monumentos y ruinas evocan aquel pasado que completo leyendo los episodios históricos. Es el caso de la Ulica Prõzna, la única calle del gueto que se salvó (parcialmente) de la destrucción y que hoy está siendo restaurada. Aun así, algunas casas mantienen sus originales guardacantones y en el chaflán se pueden ver las diferentes placas que han tenido, cada una en el idioma del invasor.